«Los abismos del poder»

Publicado: 03/08/2012: 3009

•   XI Carta a Valerio

 Querido Valerio:

Te agradezco tu carta-felicitación navideña.

Aciertas al decir que con la misma emoción con que cantamos la paz de Belén, la hacemos imposible con nuestros silencios obstinados a la invitación de los ángeles: ir en busca del Dios, hecho niño.

De entre las sugerencias, interrogantes y fustigaciones que salpican tu carta, para contestarte escojo tu casi enfermizo enfrentamiento (fobia, quizás) contra el poder.

Pero me sorprende que descargues toda tu batería diatríbica contra los poderes que están por encima de ti, y no digas nada sobre el poder que tú ejerces sobre los demás.

Permíteme, Valerio, que con temor y temblor me atreva a escribirte sobre el necesario, envidiable y peligroso poder.

Antes, sin embargo, quiero sugerirte que leas lo que el Dr. Esteve Zarazaga ha escrito sobre potestas et auctoritas. Me parece una acertada aportación.

Los cuatro rostros del poder

Mira, Valerio, yo creo que el poder tiene cuatro rostros. Y que se­gún como se ejerza, adquiere expresiones diabólicas o angelicales. Al­guien diría que son cuatro realidades distintas. Me da lo mismo. Lo que sí tienen en común es que, cuando no se entiende como servicio desinte­resado, adquiere una capacidad esclavizante desorbitada.

Me parece que si el poder económico, mal entendido y mal ejerci­do, es malo, es peor todavía el poder político. Y aún más el científico. En cuanto al espiritual, si no se ejerce como Jesús, es simplemente diabólico.

Por el orden con que te enumero los distintos poderes, en grandeza y riesgo van de menos a más. Cuanta más es su altura, más profundo es su correspondiente abismo. Me explico.

El poder económico

Para muchos sólo existe el poder económico, el del dinero. Quizás por aquello de que es el más visible y palpable.

Con dinero se compran edificios, fábricas, empresas, armas para defenderse y para matar,... Se puede vivir cómodamente, viajar y cono­cer diferentes países, admirar su cultura y disfrutar de sus servicios. En caso de enfermedad, uno puede recurrir a los mejores médicos y adqui­rir las medicinas más eficaces y caras. Y así, hasta se puede prolongar la vida unos lustros más o menos. Además, ¡y lo que no es poco!, uno se granjea fácilmente el respeto y la admiración de los demás y hasta se puede disponer de otros, sometiéndolos caprichosamente a nuestro fa­vor. A esto le decimos: comprar personas.

Y cuando el poder económico, querido Valerio, pasa de manos in­dividuales a pequeños grupos que, a su vez, tienden a reducirse, como son las multinacionales, el poder es mucho mayor. Pero también mucho más su riesgo.

Sus límites

Sin embargo, el poder del dinero no lo puede todo. Hay valores de la vida que se le escapan. Porque también los ricos saben de aburrimien­to, de depresiones, de soledad,... a pesar de aquello que las penas con pan son menos. Pero, son.

El poder económico tiene su límite en tiempo y en capacidad. La muerte es su meta. El afán infinito de felicidad, su marco. Después, sigue el abismo, querido Valerio. No pretendo dar a mi carta un tinte de novenario. Es simplemente así, por más que escondamos la cabeza bajo el ala, como el avestruz ante el león.

La economía como un servicio a todos

Sólo se libran de caer en el abismo del poder económico aquellos que habiendo escalado sus alturas, posponen sus ventajas personales al bien común.

El mejor antídoto contra el poder económico es ejercerlo a favor de individuos y comunidades a fin de que pueda desarrollar sus valores hu­manos y espirituales lo mejor y más posible.

Pero, aun esto tiene sus propios límites, Valerio. Porque no sería justo que unos pocos disfrutaran del reparto del poder económico, mien­tras a los demás se les negara la más remota posibilidad. El poder econó­mico, cuando se entiende como servicio, que es la única manera de en­tenderlo y ejercerlo correctamente, debe ser equitativamente distribuido a favor de todos, de manera que nadie pueda sentirse de una u otra ma­nera marginado del servicio ofrecido.

Me dirás, Valerio, que es utópico; que es imposible. Yo creo que lo justo es posible. Nuestra miopía moral nos hace ver lo contrario.

Valerio, si algún día la diosa fortuna te sale al encuentro, una de dos: o la pones al servicio del bien común o, mejor, te desentiendes de ella. Mejor te será hacer camino con los aparejos imprescindibles, que, cargado de poder económico, no te sea posible subir hacia arriba, y lenta­mente te sientas deslizarte hacia el abismo de tu propia soledad temporal

o eterna.

El poder político

A mi manera de ver, Valerio, hay otro poder todavía más peligroso que el económico, si no se ejerce como servicio altruista. Se trata del po­der político.

Porque, al fin y al cabo, los que gracias al poder de las urnas o de cualquier otro medio, llegan a pisar los peldaños más elevados de la polí­tica, pueden dictar e imponer unas leyes que les favorezcan a ellos y a su grupo, hasta disponer del poder económico. Y esto se da tanto en un estado democrático, como en un estado dictatorial. En el primer caso, el peligro es menos. Pero, es.

Entonces se da una nueva clase social: la de los ricos disfrazados de pobres o de hombres administrativos que, sirviendo al aparato estatal, viven de sus ventajas.

Recuerda, Valerio, cuando Eutiquio resultó elegido. ¡Cómo cam­bió! Nacido en un hogar pobre, la sencillez era su característica. Dialo­gante y respetuoso con todos, escuchaba más que hablaba. No temía arriesgarse por los demás. Pero, ahora, a pesar de querer aparentar lo contrario, vive como un pequeño hacendado; ahorra saludos y sonrisas y hasta nos mira por encima del hombro, como si de un perdonavidas se tratara.

Servir, perdiendo

Yo creo, Valerio, que los políticos, para evitar caer en el abismo que se abre a sus pies, deben ejercer siempre su poder como un servicio. Pero, no un servicio cualquiera. Debe ser un servicio a favor de todos, les hayan dado o denegado el voto; pero preferentemente un servicio a los menos atendidos.

¿Y sabes cual es la piedra de toque para adivinar si el poder político ejercido es o no un auténtico servicio? Que durante su ejercicio se pierda dinero, tiempo y salud por los demás.

¡Cuanto más alta sea la responsabilidad política, con más sencillez y sobriedad debe ser ejercida! De lo contrario, los cambios en la sociedad, por más democrática que sea, serán un simple relevo de quienes ocupan los escaños pensando muchas veces en sus propias ventajas.

Valerio, yo le temo más a un político ambicioso de poder, que a un rico usurero.

Bueno, me dirás que no tengo los pies en el suelo y que estoy so­ñando en el país de las maravillas, sin Alicia. Simplemente apunto hacia lo que los cristianos llamamos Reino de Dios.

El poder intelectual

Y, como en el circo..., ¡más difícil todavía!

Sí, Valerio, el riesgo de la perversidad, por encima del poder econó­mico y político, es mayor en el poder intelectual.

¡El mal que puede hacer un sabio, cuando no lo es en su totalidad de persona! ¡A cuántos seres, inocentes o no, se les ha preparado calcula­damente la muerte en ciertos laboratorios de física o química! ¡Cuánta desintegración de verdad y de bien se ha tramado sobre los folios de algunos pensadores! ¡Cuánta esclavitud se ha elaborado sobre los pupi­tres de novelistas premiados!

Además, ¿te has fijado, Valerio, como tanto los que detentan el po­der económico, como el poder político flirtean con los sabios de turno? Los primeros los compran; los segundos, muchas veces se venden.

Sin venderse

El intelectual o el artista que no lo es de verdad pisa con el calcañar de su falsa sabiduría al capitalista y al político, convirtiéndolos en pedes­tal de su vanagloria.

Para distinguir al verdadero sabio del que no lo es, examínalo con el rayo X de la verdad y del bien. Si una u otro están manchados, podrás dudar de su sabiduría.

Ya sé que, como Pilatos (y quizás deba pedirte perdón por la com­paración), me preguntarás: ...¿y, qué es la verdad? ¿Dónde está el bien? No es fácil responder. Pero podría sugerirte un criterio sencillo: cuando el sabio no se venda por la fama o el oro, entonces es posible que lo sea.

Pero, ¡vaya! no nos pongamos dramáticos. Porque..., muchos sabios que en el mundo han sido... lo fueron de verdad. Y gracias a ellos el pensa­miento, el arte, la literatura, la música, las ciencias, la técnica y la misma convivencia humana han hecho posible que en el mundo no haya muer­to la esperanza. Y esto visto de tejas para abajo. ¡No digamos si miramos la historia a través del prisma de la fe por la que contemplamos y escucha­mos al Verbo de Dios, hecho hombre!... Entonces la esperanza está defi­nitivamente asegurada.

El poder espiritual

Y llegamos al poder más sublime. El más alto. Y junto a él, también el abismo más profundo. Me refiero al poder espiritual. Ante él se han rendido en multitud de ocasiones las fuerzas económicas, las políticas y las intelectuales. Está por encima de todo. Las puede dominar.

Porque el que dice tener poder espiritual afirma tener en sus ma­nos el aquí y el más allá; el ahora y la eternidad. Dice ser del rango de Dios, el Todopoderoso.

Bajo el pretexto del poder espiritual se pueden dominar personas y pueblos enteros. Se puede decantar la civilización hacia un lado o hacia otro. Se puede acelerar o detener el progreso. Se puede provocar una guerra o hacer la paz.

Repasa la historia, querido Valerio, y verás las atrocidades que se han llegado a cometer por no entender ni ejercer el poder espiritual como un servicio, una diaconía según el Evangelio.

Asumiendo con humildad y objetividad nuestra propia historia, ¿cuántos cristianos no se han equivocado en este aspecto? ¡Dios quiera que ahora no caigamos en los mismos errores!

Sin ir más lejos, en nuestros mismos días, ¿te has fijado, Valerio, lo que pueden ciertos fanatismos religiosos?

El fanatismo es irracional, soberbio, seguro de sí mismo. No admite el diálogo. Se cree poseedor de la verdad y la manipula a su capricho. Acostumbra ganar batallas en tiempos de confusión y subjetivismo. Fíja­te, Valerio, en el auge de las sectas.

El fanatismo es tan escurridizo que, a veces, ni siquiera algunos cristianos se libran de él. Me parece detectarlo peligrosamente tanto en los grupos de vanguardia que, en nombre de la libertad y autenticidad evangélicas, imponen sus planteamientos, como en los llamados grupos involucionistas que se obstinan en absolutizar el legalismo.

Jesús nos advirtió

El poder espiritual, cuando es manipulado en beneficio propio, es el más peligroso de todos los poderes.

Bien nos lo previno Jesús. Es clara y reiterativa su insistencia ante aquellos que hablarían en su nombre; y en su nombre expulsarían de­monios; y devolverían la vista a los ciegos; y resucitarían muertos; y se­rían sus testigos hacia el fin de los siglos; y...

Permíteme, Valerio, que te recuerde algunos textos:

...el que quiera dominar, sea servidor de todos; el que quiera ser pri­mero, sea esclavo de todos. Porque tampoco este Hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos

(Mc 10, 44-45).

...debéis lavaros los pies (serviros como esclavos) los unos a los otros (Jn 13, 15).

...os aseguro que si no cambiáis y no os hacéis como los niños, no en­traréis en el Reino de Dios ( 18, 4).

...cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: no somos más que unos pobres criados; hemos hecho lo que teníamos que hacer (Lc 17, 10).

Y así, te podría ir desgranando un sin fin de textos más en los que Jesús nos da a entender que el poder espiritual (¡y cualquier otro poder!) sólo puede entenderse como servicio.

El poder espiritual, por ser el más grande, es el que con más humil­dad y gratuidad debe ser ejercido.

Para que seamos libres

Recuerdo que, a las pocas horas de haber sido nombrado obispo, un compañero de estudios me llamó por teléfono y me dio este consejo: «Mira, Ramón, si hasta ahora has intentado vivir pobremente y ser humilde, en adelante, por ser obispo, deberás ser todavía más pobre y más humilde».

En verdad, Valerio, que me asusta pensar en la responsabilidad que pesa sobre mí. Soy, muy a pesar mío, un hombre con poder espiritual. Mis escritos, mis homilías, mis orientaciones..., pueden tener fuerza. ¡Ay de mí si no la ejerzo como un humilde servicio, sin buscar jamás las propias ventajas!

Yo creo, querido Valerio, que mi palabra de ministro de Dios a fa­vor de la comunidad y de todos los hombres, debe ser una palabra senci­lla, clara y respetuosa. Me da miedo pensar que alguna vez pudiera mani­pular a alguna persona con la fuerza del ministerio que he recibido. Estoy convencido que mi palabra, para que sea la de Jesús, tanto si hablo a una comunidad como a un individuo, debe ser una oferta libre de la salva­ción de Cristo, hecha a personas libres. Cualquier imposición es antievangélica.

Los judíos que escuchaban a Jesús quedaban asombrados de su enseñanza, porque les hablaba con autoridad, y no como sus letrados ( 7,29).

El poder vence dominando e imponiéndose. Pero no convence.

La autoridad, por el contrario, convence por los contenidos de ver­dad y bien, ofrecidos a la persona libre.

No nos dejes caer...

Bueno, Valerio. Ya entenderás que todo esto es muy difícil, por no decir inalcanzable: sólo lo es en la medida en que Dios nos lo hace posi­ble.

Sigamos pidiéndoselo.

Que el año que acabamos de estrenar sea un año de autoridad, más que de poder; un año en el que convenzamos, más que venzamos; un año en el que sirvamos, más que seamos servidos.

Y que Dios nos ayude a no caer en los abismos del poder, Valerio.

Málaga, Enero de 1986. 

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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