«Teresa de Jesús: una mujer en la Iglesia»

Publicado: 14/08/2012: 5651

•   Carta a Santa Teresa de Jesús (1981)

M. Teresa Sánchez de Cepeda y de Ahumada. Octava Morada. LAS ALTURAS.

Es con tu reverencia, querida Madre, el Espíritu Santo.

Tú ya conoces Andalucía. Y no como los turistas de nuestra Costa del Sol. Ellos vienen a relajarse física, psíquica y, a veces por desgracia, también moralmente. Llegaste a Andalucía por motivos muy distintos y a través de un medio que no tenía ninguna de las comodidades que ofre­cen nuestros trenes, automóviles o aviones. Me refiero a tu polvorienta y destartalada carreta.

En tus escritos nos diste a los andaluces una puntuación muy baja. Si hubieras pasado más tiempo entre estas gentes que viven en tierras cargadas de sol y olivos, bien seguro que cambiaras de opinión. Porque tan en serio se tomaron tu reforma carmelitana, que ahora tenemos veinticuatro conventos de monjas descalzas. Málaga, derroche de luz y acogida, que tú no conociste, tiene actualmente cinco conventos, más una comunidad de aquellos religiosos que echaste a andar por los derro­teros de la Iglesia con la ayuda del pequeño fraile Juan de la Cruz. Porcierto, ya sabes que murió aquí, entre andaluces (Úbeda). Hay también otras Congregaciones e Institutos que se apoyan en el báculo de tu espiri­tualidad. Si ahora bajaras de Las Alturas, ¡lo bien que te sentirías entre nosotros! Claro, que dónde estás!...

IV Centenario

Hace cuatrocientos años que te fuiste. Aquí abajo, agradecidos y admirados, vamos a recordar la fecha de tu partida. Porque tu muerte fue el último compás de la bellísima sinfonía que compusiste con tu vida y tus escritos. Queremos escucharla otra vez. Como si fuera la primera. A ver si a su ritmo marchamos un poco mejor.

Contra corriente

Nosotros, Teresa, lo estamos pasando con no pocas dificultades. Hay muchos que dicen que así es imposible la santidad cristiana. Entonces pienso en ti. No lo pasaste mejor. Tampoco en tu tiempo las cosas eran como para facilitar la santidad. Bueno, yo creo que nunca la historia será totalmente propicia como para suavizar la cruz con la que tenemos que seguir al Maestro. Tú lo comprendiste muy bien. Los tiempos adversos que viviste, te estimularon a nadar contra corriente. ¡Si lo supiéramos hacer nosotros!

Dificultades

Sí, Teresa, tú también supiste de dificultades. Así lo escribes:

“¡...vinieron a mí noticia de los daños de Francia”.

“Estase ardiendo el mundo”.

“Quieren tornar a sentenciar a Cristo”.

“Quieren poner a su Iglesia por el suelo”(C. 1).

Con razón estabas alarmada:

En 1517, cuando apenas tenías dos años, un monje alemán intentó una desatinada reforma en la Iglesia. Se necesitaba. Pero, se equivocó. Y dividió a los cristianos.

En 1527 las tropas del Emperador Carlos V, desenfrenadas, saquea­ron Roma e hicieron prisionero al Papa Clemente VII.

Había una gran desorientación tanto en el campo religioso como en el político y social. Se gestaba una nueva etapa de la Historia y el parto iba a ser muy difícil; hasta con peligro de que “la criatura”naciera muerta.

A la Inquisición se le pasaba la mano. Tú misma estuviste en peli­gro.

La relajación se entraba en muchos monasterios.

Y otras muchas cosas más...

Ventajas

Pero, también había motivos de esperanza. Sin duda que influye­ron en ti, Teresa, y te animaron “hacer este poquito que era en ti”, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que pudieses (C. 1). Me permito recordártelos.

El descubrimiento de América en 1492 llenó de noticias tu vida. Allí viajaron nueve de tus hermanos.

Juan Sebastián Elcano dio por primera vez la vuelta al mundo, cam­biando así la idea que de la tierra tenían los hombres. El héroe llegaba a Sevilla en 1522, cuando tú, Teresa, tenías siete años. Bien seguro que tealegraste de esta noticia que llegaría meses más tarde a Ávila.

De alguna manera también seguías la buena marcha del Concilio de Trento (1545-63), aunque con más atraso que nosotros seguíamos la del Concilio Vaticano II.

¿No te alegrarías también del triunfo de Lepanto? (1571).

Primacía de la contemplación

A veces me pregunto, Teresa, ¿cómo pudiste escalar las moradas del castillo interior hasta llegar a la séptima, para luego a la octava, en Las Alturas, desde donde ahora nos miras entre complaciente y preocupada?

Leyendo tus escritos tengo la impresión que, para escalar el castillo interior, hiciste precisamente lo contrario de lo que nosotros venimos haciendo. Si tú vieras (¡que lo ves!) la infinidad de reuniones que tene­mos; el sin número de planificaciones acumuladas, que pretenden tener cada una la primacía y exigen el mismo interés; el constante ir y venir; las homilías, las conferencias, las charlas, las cartas que nos empujan una tras otra… Bueno, también rezamos, ¿sabes? Pero, no tanto. Y me parece que no muy bien.

Tú comenzaste por esto último. Quisiste formar un grupo de ami­gos fuertes de Dios; una selección de luchadores, especializados más en la contemplación que en la acción. Así lo escribías en tu Camino de Perfec­ción: “...que todas ocupadas en la oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a ese Señor mío, que tan apretado le traen” (C. l). Otras veces hablas de la contemplación. Y siempre dándole primacía.

¿Contemplar qué y para qué? ¿No te parece, Teresa, que con sólo contemplar no se arregla nada? Perdón. Ya se que tú no entiendes la con­templación como la entendemos muchos de nosotros. El contemplar-actuar forman una unidad en tu vida. No querías monjas “embobadas”. Las querías útiles para la Iglesia, desde su carisma específico. Y en esto exigías radicalidad. Radicalidad que viene de «raíz»; una raíz que no se ve, pero que, gracias a ella, la savia sube hacia arriba, dando vida al tron­co, a las ramas, a las hojas, a la flor, al fruto; y al mismo tiempo, dando consistencia y belleza al árbol. Con fuerza se lo escribías a tus monjas: «...y cuando vuestras oraciones, deseos, disciplinas y ayunos no se emplearen para esto que he dicho (el servicio a la Iglesia), pensad que no hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor» (C. 3).

Jesús en Teresa

¿Y cuál fue la fuerza de tu maravillosa contemplación-acción?: ¡Je­sucristo! Así de sencillo y claro nos lo dices, Teresa. Y, como en tantas otras cosas, también en esto te adelantaste a los tiempos. O mejor: volvis­te a las fuentes olvidadas.

El tuyo no era un Jesucristo abstracto y lejano, sino concreto y cer­cano. Por decirlo de otra manera: un Cristo muy humano. Pero, no como lo entienden ahora algunos, como si de un simple hombre se tratara. ¡No! Para ti, Teresa, la Humanidad de Cristo era infinitamente más y total­mente diferente. Tu Amigo, el de Nazaret, de quien quisiste llevar el nom­bre (Teresa de Jesús te llamaste) era el Dios encarnado, hecho como uno de nosotros, para estar cerca de cada hombre. Y porque era Dios, podía ser tan hombre, tan cercano, tan asequible a todos los que se enamoran de El, como tú te enamoraste. Así nos lo escribes: “Puedo tratar a Cristo como un amigo; aunque es Señor” (V 5).

Los Encuentros del Pueblo de Dios en Málaga

Teresa, pídele a tu Amigo, el Señor, que nos ayude a comprenderle y vivirle cercano como hombre y como Dios. Si me preguntan cómo, les diré lo tuyo: “No os engañe nadie a mostraros otro camino sino el de la oración” (CD. 21,6). Y si insisten en saber qué es orar, les daré aquella descripción tan bella que nos dejaste: “Tratar de amor a solas muchas veces con quien sabemos que nos ama”.

Ya te habrás dado cuenta, Teresa, que en estos últimos años y entre nosotros la oración personal (“tratar a solas”) ha perdido muchos puntos. Los ha ganado la oración comunitaria. Pero, me pregunto si se puede dar la una sin la otra. Me alegra ver la manera comunitaria, activa y conscien­te con que nuestros cristianos participan en la celebración de la Eucaris­tía. Pero me entristece saber que dedica tan poco tiempo a la oración personal.

Contemplando al Señor, nos identificamos con El. Y sólo con El podemos salvar el mundo. Toda alteración de este orden es craso error, cosa inútil y pérdida de tiempo. ¡Si lo entendiéramos de una vez! Pero, somos incorregibles. Volveremos a ir y venir, charlas, discutir, planificar sobre el papel, empezar a edificar la casa por el tejado. Tejado debe haber, ¡claro que sí! Pero, la casa se empieza por los cimientos. Cuanto más hon­dos, mejor. Tan fácil que es comprenderlo y tan difícil hacerlo. ¿Seremos torpes?

Seguramente ya te habrás enterado, Teresa, que en la diócesis de Málaga estamos celebrando los Encuentros del Pueblo de Dios. No faltan detractores. Pero, te aseguro que hay buena voluntad y ganas de ser fieles al Espíritu de Jesús. Queremos colaborar un poco más en la construcción de eso que llamamos Reino de Dios, según el Evangelio. Pero, tenemos que reforzar los cimientos. Si no, todo se nos irá abajo y se nos reirán.

Ponen tu Iglesia por el suelo

Si estuvieras entre nosotros (que, en cierto modo, estás) verías que se trata a la Iglesia igual o peor que en tu tiempo. Sacan a relucir sus defectos (que los tiene); exageran sus fallos; la ridiculizan. Dicen, escri­ben o proyectan contra la Iglesia. Te dolería en el alma saber lo que han dicho o mostrado de ella en los diarios, revistas, radio, televisión, cine... Se ensañan contra nosotros. No podemos o no sabemos qué decir. Esta­mos acobardados.

Pero, lo que más duele es que sean unos mismos católicos los que, a veces, aplauden, estimulan y hasta realizan esta campaña. Dicen que lo hacen por amor, porque quieren a la Iglesia. Yo lo dudo. A una madre nunca se la trata así por vieja, arrugada, fea y pecadora que sea. Le exigen signos palpables e inequívocos según sus criterios, como los escribas y fariseos exigían de Jesús.

En tu tiempo, Teresa, la Iglesia no estaba mejor que ahora. Lo su­frías en tu propia carne. Tus amigos “iban a ti con mucho miedo a decir­te... que podría ser que te levantasen algo y fuesen a los inquisidores” (V. 33,5). “En todo nos sujetamos” (C. 21) era tu respuesta en éste y otros asuntos.

Además, hacías tuyos todos los problemas de la Iglesia. Ahora para muchos de nosotros son ajenos. ¡Que lejos estamos de tu actitud! Escri­bes: “...como veo las grandes necesidades de la Iglesia, que éstas me afli­gen tanto, que me parece cosa de burla tener por otra cosa pena; y así no hago sino encomendarlos a Dios” (R. 3).

Tú que tienes tanta influencia en Las Alturas, dile a tu Amigo que suscite entre nosotros aquel mismo espíritu que te movió a procurar “...se­guir los consejos evangélicos con toda la perfección que podías” (C. 1). Que amemos y sirvamos a la Iglesia, como tú la amaste y serviste.

¿Qué dirías a la juventud?

Andamos preocupados por la juventud. ¿Cómo te las arreglarías tú, siempre tan animosa, alegre y libre? Muchos jóvenes ven su futuro inseguro a causa de la falta de trabajo; otros viven en constante rebeldía contra todo lo que les rodea; los más se evaden...

Bien seguro que no quisieras ver a ningún joven amilanado. Por­que sabías que “Su Majestad es amigo de ánimas animosas” (C. 41). Ante las dificultades, Teresa, te crecías y en “determinarte, se acababan” (F. 14).

Claro está que tú tenías las ideas muy claras en lo que a lo funda­mental de la vida se refiere. Nos lo dejaste escrito en aquella maravillosa letrilla. Te copio:

Nada te turbe,

nada te espante,

todo se pasa,

Dios no se muda,

la paciencia

todo lo alcanza;

quien a Dios tiene,

nada le falta:

¡sólo Dios basta!

Bien seguro, Teresa, que sintonizarías con una gran parte de la ju­ventud de hoy.

Ellos dicen que en este mundo no hay amor verdadero.

Tú decías: «La perfección verdadera es amor de Dios y del próji­mo» (M. 1ª, 2).

 Tú escribías: “Ande la verdad en vuestros corazones” (C. 20). Y añadías: “Puede más un hombre o dos que digan la verdad, que muchos juntos” (C. 21). Y en una de tus cartas escribías: “La verdad padece, más no perece” (carta 274).

Sienten asco vivir en un mundo donde el dinero lo puede todo.

Tú escribías: “Tengo gran deseo de pobreza”. Y en tu décima poe­sía: “La pobreza es el camino, el mismo por donde vino nuestro Empera­dor del cielo”.

Los jóvenes son muy sensibles a la amistad.

Tú decías a tus monjas: “Aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar”  (C. 4).

La juventud quiere alegría.

También alegres querías a tus monjas: “Mientras más santas, más conversables con sus hermanas... que es lo mucho que hemos de procu­rar: ser afables y contentar a las personas que tratamos” (C. 41).

Por el mismo camino

Por cierto, Teresa, que hay jóvenes que te comprenden y siguen tu mismo camino. Para que veas, te transcribo parte de una carta que me ha enviado una joven novicia de uno de nuestros conventos de Málaga.

«Buscaba en mi vida algo que llenara esa raíz misma de mi interior. Donde estaba, encontraba ruido y vacío. Buscaba una felicidad por la que todos luchan. Cambiaba los caminos y no la encontraba. Yo era una de esas personas que buscaba la felicidad y estaba dispuesta a encontrarla donde fuera y a cualquier precio. Antes pensaba que era feliz el que más tiene. Ahora he comprobado todo lo contrario: se es más feliz en la medi­da que se es más pobre, es decir, más libre de toda atadura.

Buscaba la felicidad, sin saber que buscaba a Jesús. Y El me salió al encuentro. Sólo bastó entrar dentro de mí misma, donde El me espera­ba. Lo encontré por los caminos de la oración».

Hasta aquí el fragmento de la carta de una de tus novicias.

¿Ves, Teresa, como Andalucía es tierra abonada que sabe acoger tu semilla?

Movimiento feminista

Si desde Las Alturas vas siguiendo nuestra historia, ya te habrás enterado, Teresa, de lo que llaman Movimiento Feminista. Estoy seguro que te apuntabas. Después... ante el desencanto, fundarías otro más au­téntico, creativo y atrevido. Porque tú fuiste una mujer y te revelaste contra quienes, por serlo, te negaban el pan y la sal en la sociedad en que vivías. Con tristeza escribías: «Basta ser mujer, para caérseme las alas» (V, 10). “Me vi mujer y ruin” (C. l). Y reaccionabas quejándote al Señor: “Mujeres eran otras y han hecho cosas hermosas por amor a Vos...” (V. 21). Tu reacción rayaba casi a rebeldía: “...aunque fuera mujer, si tuviera libertad... Mas atada por todas partes, ¿qué puedo hacer yo Señor?” (V, 33). Ni te faltó la ironía al escribir: “Aunque las mujeres no somos buenas para consejos, alguna vez acertamos” (carta 91).

Convendría que te bajaras, Teresa, y te presentaras en uno de estos círculos que quieren afirmar su feminidad, negándola. Y les dijeras lo que tú hiciste: desde tu feminidad, y afirmándola en el amor a Jesucristo, a través de tus obras y escritos llegaste a ocupar, a pesar de tanta postra­ción, un honroso lugar, lugar de mujer, en la sociedad y en la Iglesia.

Bueno, te advierto que encontrarías mucha oposición en un sector del movimiento feminista, donde piden el derecho a matar a sus propios hijos, a juntarse con el hombre que quieran, como quieran, y mientras quieran. Es lo que llaman «amor libre». ¡Como si esto fuera amar en libertad! Si a los ricos los llamaste esclavos... (CAD, 2,9), ¿qué no dirías a esas mujeres tan arraigadas en sus libertinas pasiones?

Despedida

En el IV Centenario de tu muerte se hablará mucho de ti, Teresa. ¿Nos quedaremos sólo en hablar? ¿Sabemos hacer algo concreto por la Iglesia y por el mundo?

Tú sigues presente entre nosotros. No sólo por tus fundaciones, por tus escritos, por tu cuerpo, ya muerto, y por tus cosas. Estás entre noso­tros, porque estás unida a Jesús, como todavía no lo podemos estar noso­tros. Y en ti y a través de ti vemos a Jesús.

Apéndice

Pero, además, te sentimos cerca porque sabemos que le hablas muchas veces de nuestros problemas. Te lo agradecemos. Hazlo un poco más con motivo del Centenario. A tu Amigo pídele, sobre todo, por An­dalucía, por Málaga. Que aquí se te quiere y se te admira de verdad.

Estoy seguro que ahora habrás cambiado tu opinión sobre los an­daluces, y hasta saldrás a recibirnos cuando subamos a Las Alturas.

Son los primeros días de Octubre de 1981.

De tu merced admirador,

Málaga, Octubre de 1981. 

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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