«La liturgia, fuente y cumbre de vida cristiana»

Publicado: 09/08/2012: 7718

•   Conferencia en el III Congreso de Liturgia en Montserrat (1990)

Introducción

1. El papa Juan Pablo II en su carta apostólica «Vicesimus quintus annus» con motivo del XXV Aniversario de la promulgación de la Cons­titución Conciliar «Sacrosanctum Concilium», escribe, (invirtiendo el orden que aparece en la Constitución sobre la liturgia, creo que de mane­ra consciente) que «si bien la liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, sí que es su fuente y cumbre». De esta manera el Papa nos ayuda a leer con mayor rigor lógico el documento conciliar.

De ahí, pues, que en primer lugar nos refiramos a la presencia (fuen­te) de Cristo en la liturgia, pasando luego a la acción (cumbre). Sobre este segundo aspecto conviene reflexionar más detenidamente, entroncando con la finalidad de esta ponencia: la liturgia como espacio dinámico de santidad del pueblo cristiano. Así entendemos cómo este Congreso em­palma mejor con el primero que intentó, y lo consiguió en gran parte, que los fieles participaran activamente en la liturgia. Recordemos que de aquel primer Congreso nacieron las «Scholae cantorum», los misales en lengua vernácula, los trabajos bíblicos y la potenciación de la liturgia en los monasterios catalanes, en las parroquias, seminarios y noviciados.

Todo esto fue posible gracias al arquitecto y humanista Puig i Catafalch quien sugirió a Mons. Laguarda, Obispo de Barcelona, crear un equipo que animara el espíritu del Congreso. Entre otros, el grupo que se constituyó como el alma del I Congreso estuvo compuesto por el abad Marcet, el músico Millet, el canónigo Carreras y el Dr. Tremps.

Dios quiera que este III Congreso de Liturgia, como el Primero, sea capaz de recorrer, partiendo del Concilio Vaticano II y fiel a él, un nuevo trecho en el camino de la Iglesia en Cataluña, gracias al cual el pueblo fiel pueda encontrar en la liturgia un medio eficaz de santificación.

2. Los evangelios miran hacia el Calvario. El contenido decisivo de la vida de Jesús, su misión mesiánica, lo realiza cumpliendo la misión del siervo de Yahveh descrita en el Deuteroisaías. Según la mayoría de los exégetas, Jesús sabía que Dios aceptaría su ofrenda sacrificial, su cuerpo, y que, por tanto, la llenaría con nueva vida. Así, la muerte de Jesús lleva consigo la resurrección como consecuencia interna, como momento esen­cial. Por eso, según Juan, la elevación a la cruz significa también la exalta­ción a la gloria (Jn 3,14; 8,28; 12,32ss).

Con la disposición de Jesús a morir y la firme convicción de que el sacrificio de su vida encontraría la aceptación del Padre, iniciando una nueva situación salvífica, el Señor celebra la última cena y la instituye como sacramento, en el cual compendia todo su ser y su obrar mesiánicos, los condensa en un don salvífico visible, incluso comestible, y los deja en herencia como sacramento. De esta manera, la cena del Señor no sólo ha de explicarse por el conjunto de la vida de Jesús sino que es esta totalidad condensada en un símbolo; en la santa cena Jesús anuncia con palabras el sacrificio de su muerte, que fundamenta la salvación; lo presenta simbó­licamente por la entrega de los manjares como su cuerpo y su sangre, y lo hace presente; y, finalmente, convierte estos dones en el cuerpo sacrifica­do de su persona. (J.Betz).

Si el sacrificio del Calvario determina toda la vida de Jesús, y este sacrificio es anticipado simbólicamente por la santa cena, bien podemos afirmar que toda la vida de Jesús gira alrededor de la Eucaristía. Su vida estaba «eucaristizada».

La primera comunidad cristiana, guiada por el Espíritu Santo, reci­bió el don de la Eucaristía, comprendió su centralidad y la celebró con frecuencia. En Hechos 2,46-47 y 20,7 la Eucaristía aparece como el eje sobre el que gira la comunidad.

También las comunidades paulinas centraron su vida en la Eucaris­tía, dándole ya un marco litúrgico-histórico, que estará sometido a cam­bios. Así aparece en la I Carta a los Corintios, del cap. 10 al 14.

La centralidad del Sacramento, a su vez, aparece clara en la época postapostólica (Didajé, 9-10; y Apología de Justino, 1, 67). Lo mismo po­demos decir de los Santos Padres, y así toda la teología católica hasta nuestros días.

La Eucaristía, último peldaño de los sacramentos de iniciación cris­tiana, no sólo es considerada como plenitud de vida espiritual, sino que el mismo bautismo y confirmación, como los demás sacramentos, están relacionados con ella y hacia ella se orientan. (Sto. Tomás, STh, III, q.65 a.3; q.79 a.1).

Concluyendo estas breves reflexiones, podemos afirmar que la Igle­sia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace a la Iglesia; como también que este sacramento es el punto álgido de la liturgia, y que ésta, toda ella, parte y gira alrededor de la santa cena, como sacramento de la Pascua del Señor (SC, 6).

Y he aquí una primera pregunta: si la Eucaristía es el centro de la liturgia, ¿por qué parece incidir tan escasamente en la santificación del pueblo fiel? ¿Por qué es tan frecuente que para alimentar la vida interior muchos cristianos recurran a otras fuentes que no tienen, a mi modo de ver, la garantía de la liturgia?

Permitidme una digresión significativa: la Iglesia a través de la ca­nonización de los santos ofrece al pueblo cristiano modelos e interceso­res. Ellos han vivido heroicamente la fe; una fe recibida de Dios, centrada en Cristo y desarrollada por la fuerza del Espíritu. Los santos son los iconos del Señor y reflejan su gloria. Su intensa vida cristiana siempre arranca de palabras y hechos concretos de Jesús, haciéndolo ejemplarmente pre­sente en el pueblo fiel. Ellos han vivido plenamente, dentro de los límites de su debilidad, la virtud de la caridad, de la pobreza, de la obediencia, de la virginidad y de tantas otras. Su ejemplo nos estimula. Su oración intercesora nos ayuda.

Pero, a mi manera de ver y en lo que a las canonizaciones de este último siglo se refiere, quizás echamos de menos, porque lo necesitamos, aquel santo cuya vida interior naciera y se desarrollara en la liturgia y de ella sacara fuerzas para ser testigo del Señor en medio de los hombres. Espero que las futuras generaciones cristianas gozarán de la «belleza icónica» de unos santos cuya espiritualidad se ha fundamentado en la liturgia. Este será, sin duda, uno de los mejores frutos de la constitución conciliar «Sacrosactum Concilium» y, ¿por qué no? del III Congreso de Liturgia de Montserrat.

I. LA PRESENCIA DE CRISTO EN LA LITURGIA

En el núm. 7 de la «Sacrosanctum Concilium» leemos: «Para reali­zar una obra tan grande (se refiere a la obra de la salvación, realizada y proclamada mediante el sacrificio y los sacramentos), (SC. 6) Cristo está presente siempre en la Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Presente en la persona del ministro; presente con su virtud o fuerza santificadora en los sacramentos; presente en su Palabra; presente en la oración de la Iglesia.

Esta presencia singular de Cristo es realizada en y por su Iglesia, a la que El ha asociado a sí mismo como esposa amadísima, y por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados.

Con razón, pues, leemos en el mismo núm. 7 de la SC, que la litur­gia es considerada como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. Y si el sacerdocio lo ejerció «interviniendo su muerte» (Heb 9,15), se deduce que su «ser y hacer», su presencia dinámica es una presencia pascual.

De hecho, la centralidad del misterio pascual es la base de la consti­tución «Sacrosanctum Concilium»; un misterio pascual actualizado so­bre todo en la eucaristía, pero que también es la fuerza inspiradora de todas las celebraciones litúrgicas y debe serlo, a su vez, de los llamados «ejercicios piadosos» (SC. 12).

 Presente en la acción litúrgica, Jesucristo aparece como

  •  el amado del Padre (Lc 1,11) y el pastor (Jn 10,4) del pueblo de los redimidos (Gál 3,13);
  •  como el Señor glorificado (Jn 8,54) y el siervo humilde de la cruz (Fil 2,7);

 

-como Salvador (Lc 2,21) y hermano (Heb 2,11);

- como Señor y servidor (Jn 13,13-15).

La liturgia de la Iglesia tiene, pues, esta singular presencia pascual de su Esposo significándola, celebrándola y viviéndola en sus miembros.

En la liturgia se explicita también la razón de ser de la Iglesia, que no es otra que la de Jesucristo, Cabeza del Cuerpo Místico. De ahí que la Iglesia en la liturgia debe hacer visible, dentro de la limitación del signo

  • la absolutez de Dios y el cuidado del pueblo fiel;
  • la gloria del Señor y la humillación de la cruz;
  • la salvación gratuita recibida a nivel de hermano;

 

-el reconocimiento de su señorío y el servicio a los demás.

Por tanto, la liturgia será

-divina y humana;

-solemne y familiar;

-receptiva y activa;

-alabanza y petición;

-admiración y compasión;

-señorío y servicio.

La presencia pascual de Cristo en las celebraciones litúrgicas expre­sa y realiza la gloria de Dios y la santificación de los hombres. Esta pre­sencia, pero, sólo es captada por la fe, de manera semejante como sólo por la fe los discípulos percibían la presencia de Cristo resucitado. De ahí que en las celebraciones litúrgicas sólo deberían participar los «inicia­dos», los creyentes que han hecho el proceso catecumenal. Para el que no tiene fe la liturgia puede ser un espectáculo más o menos hermoso, esté­tico y solemne, pero carente del sentido que la constituye.

De todo esto podemos ya deducir la urgente necesidad de una pro­funda evangelización, seguida de una catequesis íntegra y sistemática para un pueblo «bautizado», pero no creyente; presente en la celebración, pero distante del misterio. Y, en segundo lugar, evitar la tentación de convertir las celebraciones litúrgicas en el primer anuncio de la Buena Noticia. No es imposible, sin embargo, que en casos concretos, más bien esporádi­cos, las celebraciones litúrgicas puedan ser plataforma de una «primera evangelización». Pero no olvidemos que la excepción no hace la regla.

Conviene también subrayar que si todos los creyentes son agentes de evangelización, deben ser conscientes que la fuerza «expansiva» de su fe emana del Cristo pascual, presente y celebrado en la liturgia. La urgen­cia de evangelizadores conlleva la necesidad de activos participantes en la liturgia.

II. LA ACCIÓN DE CRISTO EN LA LITURGIA

1. La presencia de Cristo en la liturgia, por ser presencia pascual, es necesariamente dinámica, operativa y eficaz. Y esta dinámica, operatividad y eficacia se orientan en primer lugar y ante todo a la glorificación de Dios.

Recordemos el conocido texto de San Ireneo: «A los que ven a Dios, su gloria les da vida...; la participación en la vida de Dios consiste en su visión y en el disfrute de sus bienes...; la gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios» (Ad. haer. IV 19). Santo Tomás de Aquino, por su parte, comentando el libro de los Prover­bios, escribe: «El Señor lo ha hecho todo para comunicarse» (STh 1 q.44 a.4). El mismo San Ignacio de Loyola en «El principio y fundamento» de sus ejercicios espirituales dice: «El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su alma».

La glorificación de Dios tiene en la liturgia una clara primacía.

La gloria de Dios significa, ante todo, el comportamiento subjetivo del reconocimiento con veneración del esplendor divino, o sea, el acto de adoración venerante del misterio absoluto.

Este acto se refiere a la revelación del Dios mismo, en cuanto a tra­vés de ésta se manifiesta el poderío de la gloria divina. Esta revelación de sí mismo se produce en -y va dirigida a la creación-, que por su ser y sobre todo por su respuesta revela la gloria de Dios y así alcanza su senti­do. La insuperable revelación escatológica de sí mismo (de Dios) aconte­ce en Jesucristo.

La revelación de la gloria de Dios, a su vez, manifestada histórica­mente se funda en la plenitud de su ser, en su gloria y poderío internos, conocidos y afirmados por él mismo, los cuales no pueden ser violados desde fuera, o sea, por la criatura; y en este sentido constituyen su santi­dad (H. Bouëssé).

Por tanto, se puede afirmar que la plena y total acción del hombre se realiza glorificando a Dios. Y esta glorificación es perfecta cuando se da en Cristo, que es, en sí mismo, la gloria de Dios. Pablo le llama «Señor de la gloria» (1 Cor 2,8). En El se manifiesta la gloria (Heb 1,3) y, por El, Dios es glorificado de manera perfecta.

Es más: Cristo une a la Iglesia, su esposa, a sí mismo, en vistas a la glorificación del Padre. Y esta acción sublime se visibiliza y realiza en la liturgia. Es en la liturgia donde entra en juego toda la acción del hombre; en otras palabras, en la liturgia el hombre se encuentra a sí mismo por­que se «ubica» en el lugar que le corresponde en la creación y cumple aquello que le es profundamente propio: glorificar a Dios.

De esta referencia a la glorificación de Dios, podríamos sacar ya algunas conclusiones:

a) La liturgia debe reflejar visiblemente a través de los ritos y dentro de la limitación de los mismos, de acuerdo con los tiempos y las culturas, la glorificación de Dios, dada en Cristo. La frívola espontaneidad no tiene cabida en la liturgia.

b) Es necesario que el pueblo fiel adopte una actitud interior de adoración cada vez que participa en una celebración litúrgica. De ahí la necesidad de una preparación próxima; el silencio, por ejemplo, que debe preceder a la celebración.

c) Esto exige, también, una postura interior de gratitud. No vamos a la celebración, más bien somos recibidos en ella gratuitamente.

d) A la gratitud antecede la admiración como elemento esencial en la interioridad del pueblo fiel que participa en la liturgia. Sólo los peque­ños, los que se hacen niños, son capaces de admirar. Conviene evitar actitudes suspicaces o la simple curiosidad ante cualquier celebración litúrgica.

e) La comunidad cristiana está en plena acción cuando celebra los misterios de la salvación en la liturgia. Por tanto, participar en la liturgia jamás es perder el tiempo, sino darle su máximo rendimiento. Alerta, pues, con las prisas.

2. La glorificación no se da sin la redención, porque la presupone. Y aunque en orden al fin y a la objetividad la glorificación es primera, no así en la operatividad. En otras palabras: sólo el hombre redimido, salvado, justificado, puede glorificar a Dios.

En el núm. 6 de la SC leemos: «Cristo envió a los apóstoles para realizar la obra de salvación que proclamaban mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica».

La celebración de los sacramentos, por tanto, es la acción salvífica de Cristo que, a su vez, posibilita, unidos al mismo Cristo, la glorifica­ción. De hecho, pero, y aunque los distingamos, en Cristo y en su Iglesia cuando celebra los sacramentos se da una sola y única acción. Salvación y glorificación son como dos tiempos de un mismo compás. En la medida en que se es salvado, se glorifica a Dios.

La salvación es significada y realizada por cauces de misterio pascual. De una u otra manera en cada sacramento, y de modo singular en la Eucaristía, el pueblo fiel es incorporado a la pasión, muerte y resurrec­ción de Jesús. Cuando la Iglesia celebra un sacramento, acción de Cristo, los creyentes son convocados por el Espíritu, consagrados por su gracia y enviados (orientados) en Cristo al Padre y a los hombres, de manera se­mejante como el Hijo de Dios es «llamado» a la encarnación (Heb 10,9), ungido por el Espíritu ( 3,13,7) y enviado por nuestra salvación (Heb 10,14-18), y así glorifica al Padre.

III. MISTERIO - ALABANZA - MISION

La liturgia nos introduce (nos mete dentro) del Misterio: nos cons­tituye en pueblo de Alabanza: nos envía (Misión) a proclamar las maravi­llas de Dios.

Introducidos en el misterio

¿De qué misterio se trata?

Partiendo de Odo Casel, el monje-teólogo de María Laach, la teoría del cual va siendo perfeccionada por los teólogos, podríamos definir aquí el misterio como una acción ritual sagrada, en la que un hecho salvífico se hace presente por el rito: al celebrar la comunidad este rito, toma parte en la acción salvadora y recibe la gracia divina.

La realidad misteriosa es la obra salvadora de Cristo, concebida desde la eternidad, preparada en la historia del Antiguo Testamento y cumplida en la vida, muerte y resurrección de Cristo, que se nos da actualmente a nosotros; y esto para penetrar nuestra vida entera, a fin de que estemos verdaderamente «en Cristo Jesús», muertos y resucitados con El, bus­cando las cosas de arriba y esperando la consumación escatológica (B.Neunheuser).

No vamos, sin embargo, a detenernos en la teología del misterio, ya que no es ésta la intención de la ponencia. Se trata, mejor, de reflexionar desde una visión pastoral sobre la actitud interior del pueblo fiel en las celebraciones litúrgicas.

El misterio es siempre una realidad que nos sobrepasa. Y en este sentido podemos decir que la liturgia, celebración de los misterios de salvación del hombre y glorificación de Dios, nos desborda constante­mente. Ella nos introduce en las realidades divinas sin poderlas compren­der ni explicar totalmente. Sólo cabe aceptarlas. Y aceptarlas agradecidos porque, siendo criaturas, se nos sitúa dentro de la esfera divina. De ahí la postura de respeto, de admiración, de gratitud, de aceptación y de acogi­da con la que debe revestirse el cristiano cuando participa en la liturgia.

Lo que no cabe en la interioridad del pueblo fiel es la postura inquisidora o racionalista de quien pide cuentas a Dios.

Para que la comunidad cristiana se prepare a ser introducida en el misterio, es necesario que la liturgia sea parte esencial de la catequesis, como ya lo es de la teología. Todo el pueblo fiel, niños, adolescentes, jóve­nes y adultos debe disponerse a fin de ser capaz de abrirse al Misterio. El reconocimiento y la aceptación de la trascendencia y absolutez de Dios serán la base de esta catequesis. Ella ayudará a abrirse interiormente para contemplar los signos o ritos litúrgicos como expresión, siempre imper­fecta, de lo que está más allá y más dentro de nosotros mismos. Todo esto no será posible si el pueblo fiel no es educado y fortalecido para superar la superficialidad y la inmediatez a la que nos somete una parte de la cultura moderna.

Todo lo que ayude a captar la belleza de la palabra, del canto, del arte, del silencio... es predisposición para dejarse penetrar por el Miste­rio.

Constituidos en pueblo de alabanza

Recordemos una vez más las palabras de San Ignacio de Loyola al comenzar sus ejercicios: «El hombre es creado para alabar, hacer reve­rencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su alma».

Ante el misterio de Dios celebrado en la liturgia, el cristiano no queda aturdido, sino admirado; admirado por las maravillas divinas. Y a la admiración sigue la alabanza.

Para alabar a Dios se precisa reconocer

  • su grandeza y nuestra pequeñez;
  • su santidad y nuestro pecado;
  • su bondad y nuestro desamor;
  • su poder y nuestra debilidad.

 

La alabanza nace no sólo de un corazón admirado sino también agradecido; agradecido porque hemos sido liberados y salvados para par­ticipar en la vida divina.

A la admiración, alabanza y gratitud sigue, como reacción de co­rrespondencia, el ofrecimiento de la criatura para con su Creador. Pero el hombre es incapaz de una correspondencia debida. Pues bien, la corres­pondencia que celebra la liturgia es perfecta porque Cristo nos asocia al ofrecimiento de su misma persona. El es, al mismo tiempo, la gracia reci­bida de Dios y nuestra acción de gracias al mismo. Por El, el pueblo fiel es constituido en pueblo de una alabanza a Dios digna y cabal.

Es necesario educar (catequesis) al pueblo cristiano en la actitud interior de alabanza. Y esto, en parte, se hace a partir de la misma vida. Por la fe el creyente adopta una actitud de alabanza por la propia existen­cia y la de las demás personas y seres que le rodean; alabanza por las criaturas y bienes de la creación que Dios ha puesto a nuestro servicio; por la bondad, la justicia, el perdón la belleza, el gozo… siempre más relevantes y poderosos que el mal. Tenemos sin duda muchos motivos y razones para ser agradecidos y abrirnos a la alabanza. Cuando somos conscientes de todo ello, la misma vida nos predispone a la liturgia y la liturgia nos predispone a la vida; y ambas, a Dios.

El pueblo fiel constituido en pueblo de alabanza por la liturgia se introduce en el espacio o patria trinitaria. La liturgia terrena nos hace pregustar y tomar ya parte en la liturgia celestial (SC 8) que se celebra eternamente en la comunidad del Dios trinitario.

Los teólogos Vagaggini y Hamman destacan la estructura trinitaria de la liturgia cristiana que nos hace orar al Padre por Cristo en el Espíritu.

El misterio de la Pascua de Jesús nos introduce en el misterio de la Trinidad. De esta manera se realiza la unión entre la historia de los hom­bres y la gloria de Dios. Es la comunión hacia la que tiende todo lo creado gracias a Cristo que, por la fuerza del Espíritu, lo conduce todo al Padre.

El misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en cuyo seno he­mos sido acogidos por el acontecimiento pascual de Jesús, exige

-adoración y silencio;

-discreción y humildad;

-alabanza y contemplación amorosa.

Ante el misterio de la gloria y del amor de Dios revelado en la histo­ria de Jesús muerto y resucitado, el discurso humano siempre queda in­completo. El hecho de «situarnos» en el espacio trinitario da a nuestra liturgia un amor entrañable que nos liberará de jurisdicismos eclesiológicos y de formalismos litúrgicos.

El marco trinitario en el que se desarrolla la liturgia cristiana nos ayuda a comprender la complementariedad entre la acción de Cristo y la acción del Espíritu Santo, ayudándonos a descubrir la inclusión recípro­ca de

-institución y carisma;

-comunidad y ministerios;

-ley y gracia;

-letra y espíritu.

Además, el hecho de que la liturgia nos sitúe en el espacio trinitario, sublime e inefable comunión de las tres personas, conlleva también la postura interior de sentirnos hijos adoptivos del Padre, hermanos en Cristo e integrados a la familia (Iglesia) por el Espíritu.

La comunidad que celebra los misterios del Señor es una comuni­dad de hermanos, no una peña de amigos. Los hermanos se reciben: los amigos se escogen a gusto de cada uno. De ahí la necesidad de una aper­tura interior que nos abra a cualquier persona «convocada» por el Señor, aunque no se conozca y sea diferente de mí.

No se puede confundir la comunidad celebrativa con un club de amigos. Dicho de otra manera: no nos integramos a la comunidad por gusto o conveniencia propios, sino por la fe que nos hace reconocer al mimo Padre común de todos y aceptar a los demás miembros como her­manos en Cristo-Hermano, engendrados por el único Espíritu.

Alerta, pues, con aquellas comunidades parroquiales u otras donde prevelacen los vínculos de la amistad o las simpatías personales por enci­ma de la fe.

La liturgia nos impulsa a la misión

Es significativo que la idea de misión aparezca reiteradamente en la Constitución «Sacrosanctum Concilium». Así en su introducción (núm. 1), cuando nos expone los fines del Concilio, y en este caso relacionados con la liturgia, dice que el Concilio se propone acrecentar la vida cristia­na, adaptar las instituciones, promover la unión entre los cristianos y for­talecer todo aquello que sirva para invitar (misión) a todos los hombres al seno de la Iglesia.

Más adelante, en el núm. 2, nos dice que la liturgia contribuye a que los fieles expresen el misterio de Cristo y la naturaleza de la Iglesia en su vida cristiana y así la manifiesten (misión) a los demás. Al final del mismo número añade que la liturgia da fuerzas para predicar a Cristo y presentar a la Iglesia «a los que están fuera» (no cristianos). Aquí tenemos otra referencia explícita a la misión.

Resumiendo podríamos decir que la vertebración de la constitu­ción «Sacrosanctum Concilium» es la siguiente:

El misterio pascual de Cristo por el que somos salvados e incorpo­rados al mismo Cristo, nos capacita para glorificar al Dios trinitario. Y todo este proceso se hace presente en las celebraciones litúrgicas, de un modo singular en la Eucaristía, a fin de que la posibilidad de ser salvados y constituidos en pueblo de alabanza, alcance a todos los hombres.

Por tanto, bien podemos afirmar que toda celebración litúrgica tie­ne dimensión misionera. La liturgia impulsa al pueblo fiel a la misión.

En las tres parábolas de la misericordia del cap. XV del evangelista San Lucas encontramos un cierto paradigma de la misión en la liturgia. La oveja, la dragma y el hijo perdidos son objeto de misión. Una vez han sido encontrados, el gozo se expande (misión) a los amigos y vecinos, y al mismo hijo mayor que es imagen de muchos bautizados, materialmente presentes dentro de la casa del Padre, pero interiormente lejos.

La celebración litúrgica expresa el encuentro de la humanidad con el hermano mayor Cristo, quien, por la fuerza del Espíritu, nos conduce al Padre. Y el gozo de este inefable encuentro es tan intenso que nos sen­timos impulsados a salir «por las calles y plazas, caminos y cercas» (Lc 14, 21-25) para invitar al banquete.

Y aquí cabe preguntarnos: ¿nuestras celebraciones, especialmente la misa, nos inyectan el gozo que impulsa a proclamar la misericordia y las maravillas de Dios? Alguien puede pensar que los ritos lo impiden. Yo le invitaría a examinar su disposición interior, como dice el núm. 11 de la SC. Estoy convencido que una reforma litúrgica que se limitara sólo a buscar la expresividad de los ritos, se quedaría a mitad de camino y sería inútil. La renovación litúrgica supone ante todo una conversión interior y profunda para captar el contenido, sin absolutizar el continente. Quizás sea este el trabajo que todavía nos queda por hacer, después de la refor­ma litúrgica que nos ha ofrecido el Concilio.

El deber de los Pastores

El Concilio Vaticano II ha sido, como se ha dicho tantas veces, una gracia, un regalo del Señor al pueblo fiel. Es un don que tiene que ser conocido y estudiado para ser apreciado, recibido y vivido. Y en este apre­cio, apertura y vivencia hay diferentes grados y distintas responsabilida­des.

En el núm. 11 de la Constitución se urge a los pastores para que vigilen a fin de que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente. Aquí se reitera, pues, la necesidad de una catequesis sobre los contenidos de la liturgia.

Sospecho, sin ánimo de acusar a nadie, que algunos pastores he­mos puesto quizás el acento de nuestra preocupación pastoral o catequética en los ritos para absolutizarlos o cambiarlos, siempre bajo el pretexto de la fidelidad en el primer caso y de la acomodación, en el segundo.

Por otra parte si es cierto que nuestras últimas generaciones han podido experimentar positivamente los cambios introducidos por el Con­cilio en la Liturgia, también lo es que muchos se han visto «zarandea­dos», cuando no desorientados a causa de los caprichos y subjetivismos de los pastores. Porque es más cómodo inventar que catequizar; pero nunca tan provechoso y siempre más arriesgado.

Es el momento de una vuelta respetuosa a los ritos, precedida por una catequesis profunda y paciente que nos ayude a descubrir el alma de los mismos; no fuera acaso que nos quedáramos con un cuerpo maqui­llado y vestido según la moda de los tiempos y lugares, pero sin alma. Sería un cadáver. Y los cadáveres no atraen; más bien repelen.

Y después del Congreso, ¿qué?

Estoy seguro que la preparación del Congreso y su misma celebra­ción invitarán a un examen. Un examen que deberá tener en cuenta el libro de texto, el Concilio Vaticano II. También los alumnos: el pueblo fiel catalán. La nota que se nos dará en el examen dependerá del conocimien­to de la letra y espíritu del Concilio, de los profesores (pastores) y de los alumnos (pueblo fiel). ¿Qué y cómo se ha enseñado hasta ahora?, ¿el pueblo fiel ha asimilado en su propia vida la reforma litúrgica?

Del resultado del examen dependerán los objetivos a alcanzar. Sin duda que se tendrán en cuenta las encuestas de la etapa preparatoria del Congreso y las aportaciones hechas durante el mismo. A los «técnicos» o responsables les espera un arduo pero también ilusionado trabajo. En este quehacer no podrá olvidarse como primera exigencia la unidad; por­que si es verdad que «lex orandi, lex credendi», también lo es que la fe de un pueblo se expresa en la celebración; y si aquélla (fe) no es la de la Iglesia, ésta (celebración) tampoco será una auténtica oración.

Al examen y objetivos a los que me he referido, deberán seguir los medios y las personas. Estoy seguro que la Iglesia en Cataluña los tiene de más. Siempre cabrá un potenciar dichos medios y coordinarlos. Esta quizás será la labor de una posible comisión de seguimiento de los trabajos y propuestas del Congreso.

Al terminar, no me resisto a proponer con respeto y temor tres sugerencias concretas:

1ª) Si la santidad de los obispos y presbíteros radica en el ejercicio del propio ministerio y éste principalmente (pero no únicamente) se rea­liza en la celebración de los sacramentos, de un modo singular en la Eu­caristía, obispos y presbíteros debemos hacer de la liturgia la fuente de nuestra propia santificación. Por la liturgia nuestra santificación queda integrada en la comunidad y desde ella somos constantemente enviados. Es una santidad cuya identidad queda configurada por la iglesia particu­lar, presidida por el obispo, y en comunión con el cual unidos a todo el presbiterio: presbiterio que hace presente a Jesucristo en la comunidad y está al servicio de ella. Y si toda santidad, cuando es auténtica, es eclesial, la santidad eclesial de los obispos y presbíteros queda asegurada por el mismo ministerio.

Las celebraciones litúrgicas jamás deben suponer un desgaste per­sonal interior de los presbíteros. Claro está que esto depende de una po­sible e inhumana sobrecarga de responsabilidades pastorales. La integra­ción de los laicos en la vida de las comunidades puede ser una respuesta.

Mucho de lo que hacemos los presbíteros podrían hacerlo, ¡y mejor!, los seglares.

Conviene recordar, a su vez, que toda la actividad pastoral de la Iglesia debe tender hacia la liturgia como su cumbre (SC 10). De ahí que toda pastoral que de una u otra manera, directa o indirectamente no se oriente hacia la celebración, es una pastoral dudosa, cuando no inútil.

2ª) Es necesario que nuestra catequesis, dado el caso de tantos bau­tizados no creyentes, tenga un talante catecumenal, donde, sin duda, la liturgia ocupa un lugar importante.

3ª) Podría ser provechoso que se intensificaran los equipos de litur­gia en las parroquias, en los movimientos apostólicos, en los colegios ca­tólicos y donde haya un grupo de cristianos que se reúnen periódica­mente, para preparar durante la semana la celebración de la eucaristía. Dicha preparación no puede limitarse a lo puramente externo o ritual, sino y sobre todo a estudiar, reflexionar y contemplar los contenidos de las celebraciones eucarísticas. Muchos cristianos encontrarían en el curso del año litúrgico una fuente de vida interior personal que potenciaría su integración a la comunidad y les impulsaría a la misión, sin necesidad de otros «añadidos». La preparación y celebración de la eucaristía, entonces, sería el centro de nuestra vida interior y de nuestro apostolado. Sobrarían muchas reuniones porque la misa sería suficiente.

Montserrat, Noviembre de 1990. 

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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